"DE CÓMO LOS ANIMALES SOLUCIONABAN SUS PROBLEMAS”
Por Luna Wocobi
Hace muchos, muchos años, en el tiempo en que los animales hablaban, solían reunirse en un claro del bosque para solucionar sus problemas.
(Bueno, en realidad, a día de hoy, los animales aún saben “hablar, pero en un idioma muy sutil que sólo los niños y niñas y muy pocos adulños(*) y adulñas(*) pueden entender)
*adulños/adulñas: dícese del ser humano adulto que aunque haya cumplido de dos a tres cifras no ha dejado de ser niño/a.
El claro del bosque no era un sitio cualquiera. Era un espacio mágico protegido por doce pinos altísimos dispuestos en círculo, donde todos los animales se sentían seguros y queridos. Y es que había una ley muy antigua, escrita en el viento y aceptada por todos, que establecía que en ese lugar nadie podía hacer daño a nadie. Ni los leones, ni las serpientes, ni los cocodrilos. NADIE…
Tener una zona tranquila, segura y predecible lo hacía todo más fácil. Y el claro del bosque era un lugar de paz donde todos se sentían a salvo: los conejos podían asomarse y salir sin miedo de sus madrigueras; las lombrices no se quemaban con el sol; los pumas ya no atacaban porque se sentían felices y sin hambre; los peces podían respirar aunque no tuvieran agua ni nariz, los perros y los gatos se juntaban allí a jugar al pilla pilla y los camaleones no tenían la obligación de camuflarse todo el tiempo, porque ahí no había peligro alguno de mostrarse tal y como eran, ¿me entiendes?
Total que si los problemas eran pequeños, normalmente se reunían allí los animalitos implicados acompañados por alguien que les conociera muy pero que muy bien. Podía ser un amigo/a, un hermano/a, un abuelo, educador o un profe o un entrenador (pues sí, los animales también tenían entrenadores, profes y educadores). Daba igual si la/el acompañante era gorda/o o flaca/o, alta/o o baja/o, con pelo o sin pelo, con pezuñas o aletas, con cresta, melena, crines o plumas o…. Vaya, que todo eso daba igual. Lo más importante era que supiera respirar muy profundo, y que pudiera ayudar a respirar al
animalito o animalote que andaba preocupado con su problema pequeño ¿sabes lo que te digo?
Hacían algo parecido a esto -hazlo conmigo-: inspira por la nariz, aguanta contando hasta ocho con los dedos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y fuuuuuuuuu, suelta por la boca y descansa… Así hasta veintidós veces.
Porque de eso se trataba la resolución de los problemas pequeños, de respirar el mismo aire, de mirarse a los ojos y conseguir expresar con tranquilidad el problema hasta que se hiciera cada vez más pequeñito y desapareciera. Si después de respirar juntos veintidós veces el problema no se resolvía, entonces había que considerarlo un problema mediano.
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Cuando los animales tenían problemas medianos, los resolvían igual que los pequeños, pero además de saber respirar había que saber escuchar sin interrumpir. Y eso era algo muy pero muy difícil, especialmente para los gallos, los monos y los loros…
Antes de hacer cualquier otra cosa, había que echar a suertes quien de los dos o más animalitos iba a hablar primero y para eso usaban el “método de la pluma” que consistía en soplar una pluma de gorrión lo más lejos que se pudiera. El que consiguiera hacerla llegar a mayor distancia usando una sola bocanada de aire, era quien tenía el privilegio de empezar a hablar. Como puedes imaginar, el elefante y el oso hormiguero ganaban siempre por puro morro.
Una vez decidido quien comenzaba a exponer su preocupación, rabia, tristeza o enfado, el animal que hablaba debía hacerlo en voz muy bajita, mientras que el otro debía permanecer en silencio, escuchando con atención y poniendo su patita –o pezuña, o aleta, o lo que fuera- en el pecho de su adversario de tal forma que pudiera sentir el latido de su corazón. Porque resolver un problema mediano era eso: escuchar no sólo las palabras, sino el latido del corazón del otro animalito o animalote. Tum, tum, tum. Tic, tac, tic, tac. Pum, pum. Ta, tam, ta, tam. Po, pom, po, pom. Cada latido era único y especial. Y siempre tenía algo importante que contar.
Sin embargo, aunque parece muy bonito decirlo, en realidad no era tan sencillo de hacer. Porque imagínate que eras una jirafa y discutías con una hormiga. Pues eso, a ver cómo hacías para escuchar su corazón. Había que ser muy pero que muy flexible. Y no todos los animales lo eran. Resolver problemas siempre supone un pequeño, mediano o gran esfuerzo. Según el tamaño del problema, claro.
¿Y cómo sigue la historia de los problemas medianos? Pues que sólo cuando el latido de quien exponía su problema se hacía suave como las olas de un mar en calma, podían cambiar de turno. Primero hablaba uno y el otro escuchaba y después de un rato ¡cambio de papeles!
A menudo casi todos los problemas medianos se resolvían rápidamente, porque los animales al escuchar el latido de sus corazones, se quedaban profundamente dormidos y soñaban con todos esos juegos que podían compartir y disfrutar de no andar amargados y peleando. Al despertar se sentían tan a gusto que se les olvidaba el porqué de haberse enfadado. Entonces ellos y sus acompañantes marchaban a casa contentos y abrazados, buscando un buen sitio donde compartir la merienda…
¿Y los problemas gigantes?, seguro estarás pensando. Bueno, tengo que contarte la verdad: los animales no siempre tenían problemas pequeños o medianos. A veces, los problemas eran tan pero tan grandes que ya no era suficiente con respirar, ni bastaba con escuchar sin interrumpir o sintiendo el latido del corazón del otro…
Si los problemas eran grandes, o muy grandes, o de tamaño XXXXXL había que dar un paso más. Era el momento de pedir ayuda a alguien más sabio y más fuerte, alguien capaz de resolver las situaciones con justicia y calma. Había llegado la hora de ir a buscar a los únicos seres capaces de resolver los asuntos más serios, ¿imaginas quiénes eran?
Pistas: no eran Papa Noel y sus renos, no eran los Reyes Magos, ni Naruto e Hinata, ni las Hadas del Bosque ni los influencers ni los youtubers, ni los gamers… ¡Ja! ¿Te rindes?
Pues eran ni más ni menos que los Caballos Maestros de la Montaña Invisible…eran ocho en total, todos salvajes, todos libres, todos sabios, sensibles y felices.
Vivían en lo alto de una montaña invisible que les protegía de cazadores furtivos y personas que buscaban domesticarlos -bueno, también había otros que querían eliminarlos, más adelante sabrás el motivo. No quisiera hacer spoiler-.
Dos frisones, una yegua cruzada, un potro árabe, una percherona, un cuarto de milla, una “medicine hat” (si no sabes que raza de caballo es, pregunta a alguien que entienda mucho de caballos y te lo dirá). Los guiaba una yegua appaloosa anciana y pequeñita, tan pero tan sabia que hablaba todos los idiomas del mundo y eso le permitía comunicarse con otros animales, humanos, plantas y minerales…
¿Quieres saber entonces como ayudaban los Caballos Maestros al resto de animales a resolver sus problemas más complicados?
Pues verás, cuando los animales tenían un problema grave iban al claro del bosque (pero esta vez iban solos, sin acompañantes). Entonces, respiraban profundo, escuchaban el latido de su propio corazón y decían su problema en voz alta y pausada por tres veces.
Si después de hacerlo llegaban a la conclusión de que el problema era una tontería, o una rabieta pasajera o un ataque de importancia, se daban media vuelta y marchaban a casa.
En cambio, si sentían un aguijón en el centro de su tripa y notaban que su preocupación no pasaba y que era imposible de olvidar porque era grave, grave, grave de verdad, entonces se sentaban en el centro del círculo y esperaban a que los caballos bajaran de su montaña. Porque ellos siempre respondían a la llamada de alguien que pedía ayuda.
Cuando los Caballos Maestros bajaban al claro del bosque rodeaban al animalito que estaba en problemas de una manera respetuosa, firme y protectora.
Entonces juntaban todos sus cabezas y respiraban acompasados sobre la cabeza del animal que les pedía ayuda. En ese instante, la yegua anciana y pequeñita que entendía todos los idiomas del mundo, recibía la preocupación del animal y la envolvía en una hoja de helecho gigante, y se la llevaba con la promesa de encontrar muy pronto una solución justa y acertada. Y así lo hacía cumpliendo siempre con su palabra.
No hubo jamás ningún animalito que quedara sin ayuda, sin orientación o sin respuesta a sus problemas súper gordos.